El Salón destilaba humo de tabaco
puro. La espesa niebla decoraba las botellas que se situaban sobre las
estanterías de detrás de la barra y el olor penetraba en todos los rincones de
aquel antro. Con todo, se respiraba tranquilidad. Apenas había ruido de fondo y
pocas personas estaban en aquel sitio. El camarero y un par de mesas alejadas
tenían vida alojada en sus sillas.
Allí estaba yo sentado en una
mesa, con un whisky doble encima de una servilleta, con el negativo de mis
labios sobre su apertura, en el lado más cercano a mí, mis huellas dactilares
sobre el cuerpo del vaso, apenas visibles a primera vista. Era todo lo que
centraba mi atención en aquellos momentos, como saboreaban aquel licor mis
papilas, como recorría ese irlandés mi gaznate.
Alcé la vista y dos sombras de
negro atravesaron la puerta. Avanzaban deprisa, sus pies apenas tocaban el
suelo. Se dirigían contra una de aquellas mesas que antes mencioné, mientras
observé algo brillante entre los guantes negros que portaban aquellas sombras.
Imaginé lo que era y lo que iban a hacer, un trabajo rápido. El objetivo estaba
jugando a las cartas, con un puro humeante y riéndose a carcajadas.
Miré, por un momento, hacia el
techo, donde había una lámpara de araña y activé el dispositivo. La inmensa
lámpara cayó sobre los atacantes, hiriéndolos y dejándolos indefensos, pudiendo
atraparlos con facilidad entre el camarero y los otros asistentes de la mesa
contigua.
Todo había salido a la
perfección, desde la vigilancia, el cebo, la trampa y la captura. Hacía tiempo
que estábamos detrás de aquellos mercenarios. No me hacía falta enseñar mi
placa al camarero, también era de los nuestros. Ahora sí que podía disfrutar de
mi whisky doble sin distracciones.
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