Erizadas las pestañas, queriendo
huir, aunque las piernas le pesaban enormemente. Las dos córneas sin ser
protegidas por los párpados, dilataban la forma de sus pupilas, engrandeciendo
el miedo que aterraba lo que estaba introduciéndose en su nervio óptico y
arribaba a su cerebro. Su hipotálamo vomitaba hormonas que hacían estremecer su
cuerpo, mientras sus glándulas suprarrenales desprendían adrenalina al resto de
su cuerpo, que destruían por completo su cordura.
Restos del naufragio de la guerra
que había asolado y destruido su ciudad natal, recalaron en ella más espíritus
y cadáveres, de los que no se diferenciaba entre un bando y otro. Había llegado
tarde con el veneno que tendría que haber pulverizado la vida de aquel
monstruo, apenas unas horas antes.
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