No era época de buen clima,
vientos y lluvias se hacían presentes a menudo. Ella estaba acostumbrada a la
sequedad, al buen tiempo. No perdía su color rojizo, ni la apertura de su
ilusión se desgranaba con facilidad. Su propio nombre la hacía parecer
vulnerable, mas no lo era. De tallo fuerte y recio, aguantando vendavales que,
para otras plantas, serían prácticamente mortales.
Aún así, se infundía a sí misma
el convencimiento de que era pequeña, frágil o demasiado frágil a ciertos
acontecimientos que parecían acontecer.
Una noche de tormenta, un rayo
cayó, insensible, sobre un roble cercano. Le hizo daño, partió sus ramas y
éstas cayeron al suelo. La cicatriz negra de su piel de escamas de madera
duraría bastante tiempo hasta que se curase. Ella aguantó estoicamente a la
tormenta, dándose cuenta de que su nombre podría estar equivocado. El roble,
mucho más grande y fuerte que ella, sólo sobrevivió a un ataque feroz. También
podría haber sido peor, puesto que el rayo no trajo con él las llamas que le
podían haber hecho cenizas.
Puede, que, su propio tamaño
fuera su gran fortaleza. Su corazón la hizo aguantar la tormenta, quizá,
porque antes las adversidades, él es el que le hacía crecer y resplandecer.
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