Algo salió mal, creaba dudas, en
aquel nacimiento, en ese futuro ángel. El Hacedor creía haber equivocado las
proporciones en su creación, desde que la flor, que algunos le darían el nombre
de loto, desprecintara todo su exultante esplendor.
La evolución de su cuerpo y sus
alas eran de admirar, formando dibujos en el aire curvos, exóticos, llamativos.
Su piel era blanca como se debía de presuponer, tersa, firme y se engalanaba a
cada centímetro de toda su extensión.
Pero la combinación no había sido
acertada, las acuarelas estaban mal mezcladas cuando trabajó en la elaboración,
o quizá era otra rareza que no había tenido en cuenta.
Su pelo era rojo como el de los
ángeles caídos, similar en entonación al lago del infierno y sus alas se
desplegaban oscurecidas. No del lógico blanco habitual, indicando su pureza y
su discreción, no pudiendo mimetizarse con el entorno del cielo.
El Hacedor pensó qué hacer. Era
prácticamente una obra impecable, digna de admiración. Algo cambió, así que
tenía que cambiar de idea. Fue al almacén donde guardaba el material primario
de la creación de ángeles. Se acordó que en una caja, remotamente escondida
debajo de otras miles, tenía polvo de múrex.
Así que tiñó y preparó los
ropajes del nuevo ángel, disolviéndolos en agua. El color púrpura rápidamente
se hizo con el tejido, conquistando cada fibra, sin posible renuncia a que la
tela no sucumbiera en todo su ser.
Cuando el ángel estuvo
completado, la llamó Irié y la dejo volar libremente. Era diferente sí, mas no
le faltaba belleza. En eso no desentonaba.
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