En una noche luminosa, con la
clarividencia que aportaba la Luna Llena, y el fragor de la brisa corriendo
sobre nuestras cabezas, se nos ocurrió una idea. Acudir a las Cuevas de Basig,
a investigar qué habría por allí. Una antigua leyenda decía que en ella
habitaban duendes oscuros y el ansía de la juventud por descubrir lo prohibido
se hizo más fuerte.
Eran aquella tierras calizas, y
habituales en la consolidación de sus Karst subterráneos, una inspiración
bastante incomparable. Así que asimos las linternas y quedamos a medianoche
para una excursión, lóbrega e interesante.
Llegamos a la altura de la
apertura de la primera de las cuevas y atravesamos su umbral, desapareciendo a
nuestra retaguardia la luz que nos aportaba el astro celeste, quedando
expuestos a la mínima luz de las linternas.
Caminamos más de una hora
atravesando bosques de estalactitas y estalagmitas, que con algo más de luz
deberían ser impresionantes en tamaño. Hasta que oímos un chasquido y un ruido
de piedras golpeando entre sí.
La curiosidad fue más fuerte que
la prudencia y nos acercamos, apuntalando con todas nuestras linternas hacia el
mismo punto, a la misma pared. Lo que parecía ser unos hongos putrefactos iban
de lado a lado de la cueva, y añadida rapidez en sus movimientos, sobre una
altura no más allá de nuestras rodillas.
Una nueva dirección en nuestras
linternas, mostró el verdadero rostro del portador de los hongos. Estaban en su
cabeza y parecía más un camaleónico disfraz que en lo que creímos ver en un
primer momento. Se paró, nos miró y abrió sus manos. Una pequeña esfera
circular volaba entre sus manos, gris, inerte, de apariencia rocosa.
La lanzó contra nosotros, y el
único recuerdo que tenemos de aquel día es la visión de aquel extraño ser, sin
poder recordar el camino que nos llevó a él. Amanecimos en la puerta de la
cueva, con el sol cayendo sobre nuestras cabezas y sobre una hierba que contaba
con el rigor rociero de la mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario