Se le iba el
santo al cielo. Siempre estaba buscando la inspiración. Nunca la encontraba.
Triste situación para un artista de su categoría y el encargo que había
recibido no era para dejarlo escapar. Ni por motivos personales ni económicos.
Podrían solucionarse todos sus problemas.
Pero nada, que
no venía. Que faltaba algo, que necesitaba un motivo que pintar. Debía cumplir
lo prometido, pero las musas le habían abandonado. Salía a la calle a pasear,
pero por más que andaba no encontraba ni quién ni cosa para su obra.
Obras son las
que veía, zanjas, agujeros y otros desastres que podrían terminar en algo
productivo. Encontraba a obreros que tenían encargos y objetivos. A él le venía
grande lo segundo. Vallas aquí y allá, pero él no recibía la fuerza de los capataces.
El látigo que
promueva su fuerza creativa hacía poco daño en sus costillas. Simples
cosquillas. Poco más.
Sentado en un
banco en un parque, admira las musarañas de la vida que le rodean, a ver si hay
algo que le ayude a concretar. Una niña le observa interesada, preguntándole:
-
Señor, ¿qué le pasa?
-
A mí... nada.
-
Mmmmmm... ¿por qué los adultos siempre mentís?
-
Em... ¿por...?
-
Parece preocupado. Mi mamá tiene la misma mirada, a
veces...
-
¿Tanto se nota?
-
Sí... – saca una piruleta de su bolsillo y se la da. –
Toma, me parece que te hace más falta que a mí.
La situación le hace gracia.
Una niña acaba de alegrarle el día con una simple piruleta y se lo agradece.
Igual que apareció, se va. Pero le ha dejado con una sonrisa, con una idea. No
puede perder el tiempo. Ya sabe en lo que trabajar en su estudio. Los niños son
así. Espontáneos. Igual que la inspiración.