Ese fin de semana, escapé de la
rutina. La ciudad, el tráfico, el trabajo de oficina. Todo se quedaría atrás,
dejando el móvil apagado dentro de la mochila, sólo por si había que utilizarlo
de emergencia. Estaba dispuesto a escalar esa montaña que tanto me llamó la
atención, una vez que pasé de largo. La quería ver de cerca, sentirla, como en
una especie de atracción fatal y sin un motivo aparente.
A las seis, de la mañana empecé
la ascensión, a las ocho, tuve que hacer un descanso, reponer fuerzas sobre las
nueve y media. Sudor, esfuerzo y tenacidad se unieron esa mañana, siendo como
aquella película de Evasión o Victoria, pero en el que se anudaron los dos
conceptos en uno, fundiéndose en un gran abrazo.
El tiempo pasaba, la fauna y la
flora iban cambiando de aspecto a medida que mis pies seguían su camino.
Después de dejar el suelo firme, ahora transitaba por un cúmulo de rocas, donde
la vegetación escaseaba.
Conseguí llegar a la cumbre sobre
la una de la tarde y me preparé para otear un horizonte a vista de pájaro,
empequeñeciendo el mundo desde una gran altura. Sin embargo, algo rompió la
intensa monotonía del momento, lo que
centró mi atención desde ese preciso momento.
Un pájaro, que no había visto en
mi vida, hacía un nido a gran velocidad. Tenía un color azulado, casi malva.
Era inevitable observarle, hipnotizaba en su vuelo.
Después, paró sobre el nido que
había montado, o eso creía yo. Recolocó todas las piezas, una a una, con la
misma rapidez que usó mientras volaba. Hasta que se quedó completamente quieto,
cuál estatua en su centro. Impasible, impertérrito.
De sus pies saltó una chispa, un
pequeño humo, que pronto se convirtió en fuego, y de ahí, en unos segundos,
todo su cuerpo se perdía, consumiéndose entre sus llamas.
No sonreí, ni decaí, no hice
ningún gesto, ni apenas moví un solo dedo. Parecía como si me hubiera
trasladado su quietud, quedé allí, como una roca más de la montaña. Sólo el
atardecer me hizo bajar de la montaña e impulsó mi vuelta a la realidad.