La tiró hacia el aire impuro que
reina aquí, desde que él llegó. Le hacía gracia el juego que había descubierto,
y no parecía dispuesto a dejarlo.
Ya hace un mes que salió de una
alcantarilla y nadie ha podido dar una explicación racional sobre su aparición. Y yo era el culpable. Rendido, escondido
en un cubo de basura.
La lanzaba al
aire, una y otra vez. La balanceaba un poco, la recogía y la volvía a golpear
hacia arriba. Y yo era el único culpable. Con
grandes remordimientos, en mi maloliente zulo.
Cogió a Marian por la cabeza, la
vecina de enfrente, se la arrancó y llevaba un rato lanzándola hacia el pequeño
viento que corría esa mañana. Y todo, porque me había visto, aburrido, impulsando
una moneda con el pulgar y jugueteando con ella. Sólo que aquel monstruo de
tres metros de altura, y con terribles tentáculos, necesitaba un juguete con
respecto a su tamaño.