domingo, 3 de agosto de 2014

La Cueva de los Duendes



En una noche luminosa, con la clarividencia que aportaba la Luna Llena, y el fragor de la brisa corriendo sobre nuestras cabezas, se nos ocurrió una idea. Acudir a las Cuevas de Basig, a investigar qué habría por allí. Una antigua leyenda decía que en ella habitaban duendes oscuros y el ansía de la juventud por descubrir lo prohibido se hizo más fuerte.

Eran aquella tierras calizas, y habituales en la consolidación de sus Karst subterráneos, una inspiración bastante incomparable. Así que asimos las linternas y quedamos a medianoche para una excursión, lóbrega e interesante.

Llegamos a la altura de la apertura de la primera de las cuevas y atravesamos su umbral, desapareciendo a nuestra retaguardia la luz que nos aportaba el astro celeste, quedando expuestos a la mínima luz de las linternas.

Caminamos más de una hora atravesando bosques de estalactitas y estalagmitas, que con algo más de luz deberían ser impresionantes en tamaño. Hasta que oímos un chasquido y un ruido de piedras golpeando entre sí.

La curiosidad fue más fuerte que la prudencia y nos acercamos, apuntalando con todas nuestras linternas hacia el mismo punto, a la misma pared. Lo que parecía ser unos hongos putrefactos iban de lado a lado de la cueva, y añadida rapidez en sus movimientos, sobre una altura no más allá de nuestras rodillas.

Una nueva dirección en nuestras linternas, mostró el verdadero rostro del portador de los hongos. Estaban en su cabeza y parecía más un camaleónico disfraz que en lo que creímos ver en un primer momento. Se paró, nos miró y abrió sus manos. Una pequeña esfera circular volaba entre sus manos, gris, inerte, de apariencia rocosa. 

La lanzó contra nosotros, y el único recuerdo que tenemos de aquel día es la visión de aquel extraño ser, sin poder recordar el camino que nos llevó a él. Amanecimos en la puerta de la cueva, con el sol cayendo sobre nuestras cabezas y sobre una hierba que contaba con el rigor rociero de la mañana.