Invocado y recién llegado desde
los más profundos avernos, Nybras no atascaba en su discurso sobre las bondades
del Infierno. Eludía hablar de gritos y martirios en todo momento, o de
trágicos castigos, mas evocaba la desnudez impura de las diablesas y los
príncipes de las tinieblas, aumentando la tentación, evocándolos con amplio
detalle, definiendo las curvas trepidantes de ellas y los imponentes músculos
de ellos.
El demonio horadaba cualquier
pretexto o excusa para incumplir los mandatos, convenciendo a gran parte de los
esotéricos asistentes al paso hacia la oscuridad. Exponía las ingentes
cantidades de comida, bebida y otros placeres de la vida terrenal,
quintuplicando su valor verdadero.
La invocación de Nybras había sido
aleatoria y así todos creían que había sido. Y se sentían agraciados por su
visita. Gracias a la confianza que se estaba ganando entre sus nuevos adeptos,
uno de ellos, en lo que se podría parecer a un momento de lucidez, o quizá no,
uno de los participantes preguntó: “¿También
importan los pecados ya cometidos? Ninguno de nosotros ha ido a misa en los
últimos años, ni ha acudido a confesión…”
Nybras se carcajeó. Era una
inmejorable ocasión e inundó la habitación de un fuego agresivo y destructivo,
casi animal. Sus cuerpos tendían a transformarse en ceniza, sin poder articular
sonido alguno. Apenas en segundos, ni siquiera sus células podían respirar.
Pensó, “Me has ahorrado gran trabajo.” Y se los llevó al infierno, sin tener
que dar una sola explicación más. Ninguno se salvó de aquella hoguera. Al
llegar ya sabía lo que iba a ocurrir, pero les dio una oportunidad de hacerlo.
Sólo valía no vanagloriarse, y al menos, tener indicios de arrepentimiento.
Además, él no pretendía aludir al miedo, sino que ellos mismos fueran destruyéndose
a sí mismos, para portear sus corruptas almas al Hades.