Plácidamente, enroscando su
enorme cuerpo reptiliano, en el interior de su guarida, estaba Oroug. Sus alas
se superponían haciendo un entramado perfecto y apenas le molestaban a pesar de
su gran tamaño. Dormía con los ojos abiertos, puesto que sus párpados no podían
tapar la luz debido a su pequeño tamaño. Su tranquilidad se vio interrumpido
por una frase continuamente repetida: “¡Oroug!
¡Sal de ahí! ¡Vengo a matarte y cumplir mi misión!”.
Oroug, mientras se incorporaba,
pensó que era el décimo, quizá el número once, doce o incluso el trece, que le
decía lo mismo. “¡Qué pesados llegaban a
ser los caballeros!”, pensó. “Que si
tienes a la princesa tal, que si estás acabando con el ganado, que si destruyes
las aldeas,… “. Siempre tenían alguna excusa para empañar el descanso de
Oroug, pero, en realidad, lo único que envidiaban de él los reyes era que él lo
era, pero sin las mismas obligaciones. Además, se le daba mejor la caza que a
cualquiera de ellos.
Se incorporó, abrió un poco las
alas, para quitarse el hormigueo del entumecimiento propio de su postura y fue
hacia la apertura de su guarida. Allí estaba aquel caballero, que parecía
increparle, ya que no comprendía el idioma de los hombres, con la espada y el
escudo en alto, con una armadura. Esta era su perdición, con un par de
bocanadas de azufre y humo, Oroug convirtió dicha armadura en un horno, donde
se cocinó por dentro la carne humana del desdichado valiente. Otro que ya no le
molestaría más.
Y, después, tranquilamente,
volvió a su aposento, replegó de nuevo las alas y persiguió la idea, antes de
dormirse de nuevo, de retomar el sueño truncado antes de la interrupción.