Por una vez, noto como el Sol es
quien me adora a mí. Recorre mi cuerpo, de milímetro en milímetro, con su
cálido fragor, causando una profunda sensación de placidez. Mi piel empieza a
sentir como pequeñas gotitas de humedad sudorosas se desplazan, despacio y sin
detenerse. Abren la boca aspirando la brisa que atraviesan arena y mar,
mientras yo empiezo a respirar su ambiente salino.
Poca ropa me cubre, mientras el
calor y la humedad se van alojando en la epidermis porosa que cuida del interior
de mi cuerpo, protegiéndolo.
Las plantas de mis pies aún
tienen el recuerdo de sostenerse sobre terrenos de arena en polvo, de hecho
ahora tienen su sabor por encima de ellos. Sólo incorporo el relax, solo transformando
mi cerebro, provocando la pereza de las pequeñas neuronas que aún necesitaban
actividad.
Las olas se encuentran jugando al
gato y al ratón, pacíficamente unas veces, otras, agresivas, intentando hacerse
con la brisa marina para sí mismas. Quieren que la bóveda celeste sea su amiga,
que las trate de igual a igual.
Momentos, instantes, que se
convierten en eternos, sin que el tiempo pase. El trabajo se pospone, debo
alimentarme.
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