
Su hermano nunca le comprendió. Esos diez minutos que él pisaba tierra, era cuando se encontraban ambos. Era subirse en el barco, y los vértigos le asolaban. Le conquistaban por dentro y le hacían la vida imposible. Volvía rápidamente a su seguro suelo.
Eran ángel y diablo. Las dos caras de una misma moneda nacidos de un mismo padre y una misma madre. Aún así, son hermanos. La sangre los une. Y los diez minutos que coinciden en tierra es para ver la puesta del sol sobre el mar. Ver como cambia el azul de las aguas hacia un trasluz rojizo, a un reflejo anaranjado. Ambos quieren al mar, pero de diferente forma.
La despedida del navegante hacia el terrestre siempre era: "Voy a buscar ese atardecer y a acercártelo un poco." El segundo le animaba y mientras el barco se dirigía al horizonte, soñaba. Era un pacto de hermanos, un vínculo difícil de romper. Más que la similitud sanguínea en sí misma, firmado con la mirada de los ojos de los dos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario